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Feminista

3 Enero 2020

Feminista

Autor: 
Martha Tagle
Si tuviera que definir con una sola palabra al 2019, no dudaría en decir que es el año feminista. En México y alrededor del mundo, las diversas manifestaciones feministas, particularmente de mujeres jóvenes, han hecho resonar fuerte su voz, para poner al centro del debate público las realidades en las que viven las mujeres, las profundas desigualdades y las violencias de las que son objeto, señalando directamente como responsable al Estado, y advirtiendo que no están dispuestas a dar un paso atrás en sus derechos.
 
Analizar desde el feminismo los procesos políticos que se viven en el mundo nos puede ayudar no solamente a entender los porqués de la fuerza con que se han hecho presentes estas demandas, sino también a advertir que las crisis políticas van más allá de una crisis de representación o de partidos, y se requiere redefinir el funcionamiento mismo del Estado y sus instituciones. Laura Pautassi señala que la "cuestión central ya no gira en torno a si las mujeres utilizan activamente al Estado para promover asuntos concernientes a sus reclamos, sino si éstas pueden valerse todavía del Estado para defender los logros alcanzados tan imperfectamente".
 
De acuerdo a Alda Facio, al "cuestionar por qué el sujeto del Derecho es el hombre adulto adinerado, sin discapacidades visibles, heterosexual y perteneciente a la raza, etnia, clase y religión dominante en cada cultura", los feminismos "buscan algún grado de transformación del status jurídico y social de las mujeres, y por ende, necesariamente pretenden transformar las relaciones de poder entre los géneros, lo que a su vez transformaría radicalmente las relaciones entre las clases, razas, pueblos y la estructura misma de las sociedades".
 
En ese sentido, la transformación que se propone el presidente López Obrador no será tal, si no entiende el origen de las desigualdades que tienen excluida, del desarrollo y el ejercicio de los derechos, a la mayor parte de la población. Las mujeres, las personas pobres, indígenas, adultas mayores, con discapacidad o jóvenes no podrán superar las situaciones de vulnerabilidad, si no se construyen instituciones y desarrollan capacidades que garanticen su inserción y participación en forma permanente en los beneficios de la organización social.
 
Programas insignia del gobierno parten de un diagnóstico correcto que comienza por reconocer la necesidad de atender a grupos excluidos, pero se equivoca al pretender que las transferencias directas puedan suponer la materialización de derechos básicos como la educación, salud, trabajo, seguridad, y una vida libre de violencia.
 
La visión de la política social hacia las mujeres las coloca como beneficiarias de programas, sin considerar las condiciones de género que hacen que las mujeres accedan a un precarizado mercado laboral, sin seguridad social, con salarios más bajos, buscando flexibilidad en los horarios para poderse hacer cargo del cuidado de sus familias, con deficientes servicios públicos, con dobles o triples jornadas a cuestas, en medio de violencias en su familia, en el trabajo, las calles, en las escuelas, en las redes sociales, en la política.
 
A pesar de que como nunca hay mujeres en los espacios de toma de decisiones públicas, incluso en las Cámaras legislativas somos protagonistas de los principales debates, no sólo por estar representadas de manera paritaria, sino por ser quienes más nos ocupamos de incidir en los asuntos que pasan por el Congreso -al igual que en el Ejecutivo-, no somos las mujeres quienes tenemos la última palabra, ni son las realidades de las mujeres las que determinan el rumbo. Por eso, 2019, año de movilizaciones feministas, refleja la ira ante nuestra opresión, y -como señala Alejandra Cirizanos permite advertir que sólo podremos emanciparnos todas o ninguna.