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Bailar para vivir en la frontera sur

6 Diciembre 2016

Bailar para vivir en la frontera sur

Autor: 
Vania Pigeonutt

La noche es silenciosa. Diez años atrás, la música llegaba hasta el inicio de la calle; las luces avivaban la escena. De las 23:00 horas a las cuatro de la mañana no parecía una zona de tolerancia. Hoy, en la vereda, a 10 kilómetros del centro por la que serpentea el taxi, lo único que se distingue son las luces fluorescentes de un par de negocios sin clientela. Las chicas se ponen tacones y esperan. Se maquillan, retocan; nadie llega.

Diez de la noche. La rocola ambienta el local con techo de lámina. Lanza una norteña. Un olor a tabaco invade el negocio que funciona en Tapachula desde hace 22 años, hogar de una veintena de mujeres como Raquel —hondureña de 30 años—, que salieron huyendo, la mayoría, por violencia entre pandillas, de países del Triángulo Norte —formado también por Guatemala y El Salvador—. Aquí, Raquel obtiene dinero tomando cerveza y desvelándose.

En días de poca clientela, como es costumbre, piensa en Honduras. Extraña sus baleadas —tortillas de harina con frijoles, crema, carne y queso—, a su mamá, sus días de bachillerato. Y todo el tiempo piensa en su hija Leslie, quien la espera en casa: un cuarto de seis metros por cinco por el que paga 750 pesos al mes. Hace revista de sus pagos: 150 pesos, otros 60 del agua, comida, niñera... Suspira. Se pone labial rosado.

Dos clientes beben cerveza cuando un estruendo rompe la tranquilidad. Hombres presurosos, armados todos, bajan de camionetas oficiales y bombardean con preguntas a las mujeres, algunas salen corriendo por la puerta trasera: les asustan los operativos policiacos porque no tienen visa de refugio o permanencia. —¡Licencia de 2016! ¡Que todo esté en regla! —dice en voz alta un agente de la Policía Ministerial Acreditable. El convoy consta de cuatro camionetas. En una vienen cuatro ministeriales, en otra tres de la Policía Fronteriza, dos de la Municipal, del cuarto vehículo bajan tres soldados que flanquean a todos con armas largas. —¿Todo bien? ¡Si nos hacen pegar en la entrada todos los permisos empezando por la licencia actual! —gritan. —¿Vio que no hay ni alma? —reclama la dueña de uno de los dos sitios inspeccionados.

Los agentes verifican que los documentos digan “veinte-dieciséis”. Después de un rato dicen que está todo bien, se van. Los encargados del bar se cercioran de que no les dejen cocaína o marihuana, como ha ocurrido a otros colegas. Tanto ellos como las chicas hacen un alboroto contra los operativos: “No nos dejan trabajar, han sembrado droga; metieron a la cárcel a la mala a uno por trata; nos han hecho de todo, nos manosean”, se escuchan varias voces.

Es domingo y apenas comienza la jornada. Raquel sale al patio a platicar con su novio, que tiene 18 años. La mujer, tez blanca, pupilentes amielados y ceja tatuada, justifica la diferencia de edad: no es fácil que un compañero acepte que es sexoservidora.

Raquel nació en Tegucigalpa, tiene dos carreras de bachillerato técnico y sueña con trabajar en Estados Unidos. —Llevo seis meses y medio y se me ha hecho difícil aquí. Mi hermano se involucró con las maras y tuvimos conflictos con mi familia; decidí venirme. Aquí prácticamente me vendieron, me cobraron 500 pesos para traerme —dice. Es bajita, delgada; tiene ocho tatuajes, entre ellos unas alas y un símbolo de infinito que representa su amor eterno por su dieciochoañero, pero también por su hija y madre, con Мesa.

Aún es indocumentada, por eso se asustó con la redada. Dice que una vez las formaron a todas, llegó migración, y “unos nos metieron mano diciendo que eran médicos. ¿Cómo saberlo?”. —La primera vez que estuve con alguien fue doloroso. Lloré porque sabía que siempre iba a vender mi cuerpo para darle de comer a mi hija. ¡Me pagaron 400 pesos! Lloré y maldecí a quien tenía enfrente.

Son muchas las cosas que pasan siendo ilegal. Su hija Leslie va en tercero de primaria. Por la tarde trata de estar fresca para ayudarla con sus tareas. Sus deseos y preocupaciones diarias han hecho que baje al menos 10 kilos, pero se piensa fuerte, compara ese dolor al que resistió tras una violación sexual. —Lo único que le pido a Dios es tener un buen trabajo, no importa si lavo platos, sanitarios, no importa; lo bonito que yo quiero es un futuro digno, decente y lo mejor para mi hija, es todo.

Luis Rey García Villagrán, coordinador del Centro de DigniМcación Humana, considera que hay una crisis de migración forzada en la frontera sur. El flujo de migrantes del Triángulo Norte se ha duplicado desde hace tres años; en 2016, estima, superará los 500 mil.

En 2013, la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado (Comar) calculó el ingreso de 300 mil, y en 2015 el Instituto Nacional de Migración (INM) dio la cifra de 450 mil personas. El Inegi, por su parte, reporta de 250 a 270 mil centroamericanos que piden ayuda en México, y que se asientan en esta zona, conocida como el Soconusco, por problemas políticos en sus países. —Violencia y pobreza.

La mayoría son mujeres que vienen de San Pedro Sula y Tegucigalpa, dos de las 10 ciudades más violentas del mundo. Encuentran intolerancia religiosa, homofobia, salen amenazadas —explica. Asegura que es común la estigmatización y la xenofobia: a las hondureñas y salvadoreñas las tildan de “robamaridos”, las encasillan en trabajos sexuales o en alguno de los 3 mil 500 giros rojos que hay. Las guatemaltecas son llamadas “sirvientas”. Esto es porque muchas de estas mujeres, con frecuencia de Guatemala y en menor medida de El Salvador, encuentran empleo también en el trabajo doméstico; algunas otras, en el comercio informal o ambulante.

Esta última actividad, a veces es combinada con el trabajo en los centros nocturnos: de día venden comida u otros productos, y por la noche son meseras o bailarinas. Así se gana más. Con la crisis, dice García Villagrán, también creció el número de mujeres migrantes y las injusticias. De todos los que cruzan al año, “20% son mujeres y 20% niños, casi la mitad de niños y niñas”. No tienen garantías para llegar a salvo, lamenta, a pesar de que la ONU ha destinado millones para combatir la trata de personas, uno de los riesgos a los que se exponen.

En las cárceles, añade, hay mujeres migrantes acusadas injustamente por ese delito: en tres años han logrado comprobar que 26 mujeres no son traficantes de personas. Ellas, dice, son las más vulnerables ante el abuso policial. Linda —también hondureña, de 25 años— es mamá de dos niños de dos y cinco años. Lleva tres meses en Tapachula, Chiapas.

Salió de su país por el acoso de una pandilla: los niños con los que creció se hicieron miembros del grupo rival y querían que ella les diera información. —Les dije que no sabía nada. Querían que me metiera con ellos. Un día llegaron tres hombres armados a mi cuarto, me dijeron que me daban 24 horas para que me fuera o me iban a quemar viva con mis hijos. Nos fuimos a otra colonia donde vive mi mamá. No fue suficiente.

Linda renunció a sus sueños de ser sicóloga y llegó a Chiapas por el río Suchiate. Lo que más le duele es que su hijo mayor haya cambiado tanto desde que le apuntaron en la cabeza. No ha recibido ayuda sicológica y no ve la hora en la que deje de agarrar todo como pistola. Le dice: “Mami, estas vacaciones ya no me gustan”. Caderas anchas y piel canela, Linda camina por la Plaza Bicentenario para irse a su cuarto.

Sueña con el día en que reciba la visa de refugiada que le permitirá trabajar y ganar dinero, con que la gente no juzgue sin saber. Carmen Pegueros Lara, presidenta de la Asociación Mujeres Migrantes en Acción contra la Violencia, camina por la misma plaza. Su organización, auspiciada por Médicos del Mundo Francia, da charlas de salud sexual y reproductiva en sitios de trabajo de meseras, trabajadoras sexuales y bailarinas.

Las apoyan con algún documento de regularización y ayuda sicológica. —Son violentadas por la policía, por los clientes, por la sociedad, por ser centroamericanas, por su trabajo que les lleva a mantener a su familia —dice.

Tacones de 22 centímetros con plataforma, espejos altos, maquillajes, lociones, lentejuelas y extensiones reposan en el camerino de las chicas que están a punto de salir a bailar. De allá viene Sofía —salvadoreña de 27 años—. Lleva medias de red y un vestido de licra blanco.

Las chicas fichan: cobran 100 pesos por una cerveza, de los que ganan 60. Sofía cuenta que se ha bebido hasta 30 en una noche. Hay mesitas pequeñas, huele a costillas de res enchipotladas, a café de olla y cebolla frita. Sofía extraña a sus hijos, a su familia. A ella las pandillas le cobraron 2 mil dólares de renta a la semana cuando no ganaba ni la mitad en su panadería.

En el escenario se mueve suavemente, nunca sonríe. Los primeros clientes recorren casi sin parpadear sus movimientos al compás de la música electrónica. Carolina, Yuri y otras mujeres dicen que sintieron mucha pena la primera vez que bailaron en un tubo, actividad por la que ganan hasta 300 pesos en un día. Sueñan con tener sus propios negocios: de ropa, de comida.

Raquel siente culpa consigo misma. En su casa, donde se encierra el calor húmedo de Tapachula, entre cremas para la cara, desmaquillantes, barnices, fotos de su hija, por momentos se contradice.

No le gusta que su hija sepa que es sexoservidora, pero habla del tema frente a ella. Pinta una caja de madera en color naranja, donde Leslie guardará sus libros en la escuela. Viste un short de mezclilla, se le ven moretones en piernas y brazos. Dice que no son golpes.

Raquel coloca en la caja estampas de princesas, de flores y mariposas. Dice que espera pronto tener alas, como las que lleva tatuadas, y volar hasta llegar a otro lugar donde Leslie pueda sentirse orgullosa de ella.