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Arquitectura de la impunidad

31 Octubre 2016

Arquitectura de la impunidad

Autor: 
Redacción

El régimen político mexicano se construyó sobre la base del protagonismo presidencial. La simulación de la división de poderes como máscara que escondía la cruda realidad: la política como la arena en donde se dirimen las responsabilidades jurídicas.
Sus facultades metaconstitucionales le permitían al Presidente no sólo ser el moderador del sistema político, un árbitro sobre las partes, sino que tenía a su alcance todas las atribuciones para sancionar con todo el peso de la ley a sus rivales políticos y llenar de privilegios a los leales al régimen y a su mandato. La impunidad y la corrupción nacieron como engranajes políticos vitales del sistema presidencialista mexicano, elementos que explican también su larga vigencia.
En México, la impunidad y la tolerancia hacia la corrupción del sector público son de naturaleza política. Los casos de Javier Duarte y Guillermo Padrés son significativos de esta deriva institucional. Duarte y Padrés se convirtieron en dos parias para sus respectivos partidos. No sólo están acusados de malversación de recursos públicos y desvíos incuantificables, sino que su corrupción institucionalizada los llevó a perder el poder en entidades fundamentales para el PRI, en el caso de Duarte, y el PAN, en el caso de Padrés. Las tremendas evidencias de corrupción en sus administraciones los convirtieron en apestados del sistema.
Ambos tuvieron la complicidad de sus partidos durante años, pero las elecciones de 2016 los empujaron hacia la insignificancia política. Más allá de sus corruptelas, probadas y evidenciadas por doquier, Duarte y Padrés perdieron el verdadero escudo del sistema: el fuero político. Ese fuero que no se elimina con una reforma constitucional, sino que está en el centro de la construcción del régimen mexicano. Y es que la pregunta que nos hacemos todos sobre Duarte o Padrés, es: ¿Por qué no lo agarraron antes? ¿Por qué si hay tantas pruebas en su contra, no se actuó contra ellos durante su mandato? ¿Por qué los expulsan del partido cuando ya son los apestados del sistema político y no lo hicieron cuando controlaban a billetazos sus respectivos estados? La realidad es que el sistema político mexicano se articula a través de una serie de complicidades que protegen al corrupto mientras sea útil. Es un manto protector que respalda al corrupto mientras aporte su dinerito al partido fruto de las desviaciones de los recursos públicos; mientras tenga en su estado o municipio, una maquinaria afinada, leal y comprometida con la victoria partidista; mientras tenga la confianza de los jefes políticos que mandan en este país; mientras sea dócil y se repliegue ante cualquier petición de las cúpulas partidistas, y mientras mantenga estable y en paz a sus respectivos ámbitos de gobierno. Recordar que durante el siglo XX esa fue la regla no escrita entre el Presidente de la República y los gobernadores: mientras mantengas tu estado en paz y tranquilidad, haz y deshaz a tu antojo. Padrés y Duarte hicieron mucho ruido. Los datos, particularmente en Veracruz, confirman la descomposición del tercer estado más poblado del país. Sin embargo, no nos podemos confundir, el PRI no expulsa a Duarte por su terrible gestión, símbolo de corrupción y autoritarismo, sino que lo castiga por haberse salido de la disciplina del partido, haber perdido Veracruz y por la imagen que tiene en el país. Si realmente el PRI estuviera comprometido con una sanción ejemplar contra los gobernadores corruptos, ¿Por qué no abre ninguna carpeta contra César Duarte? ¿Qué pasó con las investigaciones contra Roberto Borge? ¿Por qué no ha dicho nada sobre los Moreira y su corrupción institucionalizada? Las razones detrás de la persecución a Duarte son políticas y aunque puedan tener alguna consecuencia judicial, podemos estar seguros que Duarte pisa la cárcel si le conviene a su partido.
Es el precio que pagamos por la falta de autonomía de los órganos de justicia en México. La corrupción política se castiga en los partidos y en los gobiernos, no en los juzgados o en las salas de los supremos tribunales.
Es la justicia selectiva elevada a la cúspide del poder político en el país. La selectividad de la justicia es la atribución que tienen los políticos más poderosos de este país para decidir quién paga por un delito y quién no. Es la atribución para absolver a los aliados y castigar a los enemigos, o a los que ya de plano no tienen ninguna relevancia política.
En este sistema de selectividad de la justicia, el fuero se construye y se reconstruye a través de la complicidad y la vigencia política. ¿O no nos acordamos de Elba Esther que fue puesta tras las rejas por oponerse a la propuesta de reforma educativa de Peña Nieto? El problema de la selectividad de la justicia es que nos puede llenar de espejismos.
Qué pasa si mañana vemos a Duarte y a Padrés pagando en prisión por las tramas de saqueo que orquestaron en sus estados. Pensaremos, ¡Por fin! Alguien paga. Sin embargo, aún con Duarte y Padrés en la cárcel, estaremos igual de lejos de construir una democracia sustentada en el estado de derecho. Incluso, diría yo que el hecho de que el viejo régimen siga vigente cuando se trata de premiar a los amigos y castigar a los enemigos, nos demuestra que la transición mantuvo intactos esos poderes que al final restan credibilidad a esas apuestas institucionales que prometen regenerar la vida institucional en nuestro país.
Un Sistema Nacional Anticorrupción fincado en estas prácticas de complicidad y fuero, el ?tapaos los unos a los otros? de María Amparo Casar, será totalmente ineficaz para sancionar a los corruptos.
Cómo romper esa forma de entender las relaciones políticas. Cómo pasar de este pacto de impunidad que perpetua la complicidad y la corrupción, e impide que tengamos una clase política sometida a la ley y a la rendición de cuentas. La respuesta no es sencilla. Estos equilibrios políticos que se han mantenido por décadas se convierten en la gasolina de un sistema corrupto en sus entrañas. Y es que no es un asunto de individuos aislados, de frutas podridas que se corrompen al margen de las instituciones, sino que estos políticos surgen de ecosistemas muy particulares: los partidos políticos.
Mucha de la corrupción asociada a la clase política no tiene que ver con el enriquecimiento de los funcionarios públicos en sí mismos, sino de una forma de financiarse de los partidos que se materializan en el desembolso de millones y millones cada campaña electoral. Si en otros países, como España, la cúpula de los partidos ha tenido que responder por casos de corrupción sistémica, en México tendríamos que entender que los corruptos cuentan con cómplices al interior de sus partidos y se convierten en beneficiarios directos de la corrupción de los gobernantes. No podremos regenerar la vida política de este país si no nos tomamos en serio la limpia interna de los partidos.
De la misma forma, esta arquitectura de la impunidad que tienen en los partidos políticos a un agente central del sistema, se fortalece con el federalismo disfuncional que crea todas las condiciones para la corrupción generalizada.
El sistema federal en México es la articulación de un poder federal dominante e impositivo, con una serie de gobernadores que controlan y cooptan todo el entramado institucional en sus entidades.
En distintos grados, porque no es lo mismo Jalisco, Nuevo León, Chiapas o la Ciudad de México, pero los virreyes estatales son producto de un sistema que crea feudos y hace del gobernador una especie de rey sol del sistema político local. Romper este entramado institucional que incentiva la corrupción supone remodelar por completo el federalismo mexicano que hoy no sirve para ninguna de sus tareas teóricas: evitar la concentración de poder en un gobierno central -el miedo de los liberales del siglo XIX y la protección de las identidades locales- la preocupación de los multiculturalistas. No es casualidad que los escándalos más graves de corrupción provengan precisamente de la casta de los gobernadores. La política no se rige ni por leyes ni por decretos.
La calidad, honestidad y limpieza de la política es reflejo de inercias y condiciones históricas que configuran el sistema político. Es cierto, el primer paso para modificar esta preocupante tendencia es reformar a fondo el Poder Judicial y despolitizar la justicia. Una exigencia irrenunciable: transformar todo el sistema de justicia que sigue subordinado a los intereses políticos y partidistas.
También es fundamental abrir espacios de decisión para personalidades apartidistas y ciudadanos que se involucren en el combate a la corrupción. Sin embargo, la arquitectura de la impunidad se construye desde lo político y dificilmente se romperá el círculo vicioso si no existen sanciones sociales que afecten los intereses de la clase política. Lo que llevó al PRI a comenzar la caza a Duarte fue el resultado de los comicios de 2016 en donde los ciudadanos castigaron duramente al PRI por proteger a los gobernadores corruptos.
Las reformas son fundamentales, pero creo que la voluntad política provendrá de la concientización de los partidos políticos de que, si son cómplices de los corruptos, lo pagarán en las urnas.
No hay sanción que le duela más a un partido que perder una elección. El voto tiene esa propiedad de ser capaz de desmontar toda la arquitectura de la impunidad que se ha construido en México.